Serena era buena mintiendo. Perfeccionó el arte mucho antes de obtener la beca en la Universidad Privada Insignia. Los estudiantes allí comían con cubiertos de oro y flotaban con la tranquilidad que el privilegio y montones de dólares tienden a ofrecer. Parecía ser que cualquier cosa que quisieran, simplemente lo tenían. Hasta su idioma, inglés, era rico.
Cuando dio su primer paso en el campus, Serena se vio como una roca en un mar de diamantes, así que tuvo que mentir hasta convertirse en uno. Soñaba con una gran casa en la ciudad, un trabajo apremiante y la obediencia de otros. En fin, todas las cosas que jamás tuvo.
Al juntarse con los estudiantes, construía la perfecta telaraña de mentiras para atraparlos y lograr sus objetivos. Las mentiras leves eran sus favoritas: No puedo ir, no me siento bien. Eres perfecto como eres. El dinero no lo es todo. Las utilizaba todo el tiempo, pues la gente no las cuestionaba.
En cambio, con las más gruesas, Serena tenía que ser más hábil para que nadie encontrara ningún detalle sin sentido o alguno que no podía probar. Esas tenían que ser nítidas, sin agujeros, veloces, como si no tuviera que pensarlas.
Encontrar un grupo de amigos tomó tiempo hasta que conoció a Henry Dawford en clase de literatura británica. Henry era alto, de hombros anchos y extremidades inusualmente largas; su melena de color rojo candente, ojos grandes y rostro ovalado le hacían parecer como un caballo exótico. Todos los días en clases se sentaba junto a ella y coqueteaba como alguien con experiencia. Era encantador, amaba la piel de color miel de Serena y los cumplidos generosos que ella le recitaba.
Pronto empezaron a salir juntos a fiestas lujosas, visitar almacenes caros donde compraban incesantemente y viajes de fin de semana. La manera en que Henry formalizó su relación fue regalándole un apartamento con un balcón en la ciudad después de escucharla quejarse de los dormitorios. Ella jamás volvería a su vida anterior.
—Nunca jamás—murmuró mientras ojeaba su reloj de muñeca. Ella suspiró, desplomándose en la silla del comedor en el apartamento. La cena del chef ya no humeaba y las velas titilaron.
Hoy Henry estaba de compras con su madre lo que significaba problemas. El sueño de Henry era volverse un autor de novelas; inicialmente quiso hacerlo por cuenta propia, pero luego de unas cuantas negativas, aceptó la oferta de su madre y envió su manuscrito a un editor, amigo de ella. Su novela gótica de horror se publicaría en un par de meses, y mientras tanto trabajaba en su segundo libro.
Los padres de Henry pensaron que escribir era solo su pasatiempo, pero en cuanto comenzó a ignorar los asuntos de la familia para pasar horas en su estudio, se preocuparon. Le intentaron sobornar, amenazar y ahora apuntaban sus dedos en dirección a Serena. A pesar de eso, Henry mencionaba sus libros en toda conversación, sin importar el tema, aferrándose a la idea de que sus padres algún día lo aceptarían.
Serena entendió, de cierta manera, el fervor de Henry por ser visto y aceptado por sus padres. Ella siempre quiso lo mismo. La detective Margarita Villanueva, madre de Serena, era la jefa investigadora de numerosas desapariciones en la Isla Colibrí. Pasaba la mayoría de sus días encerrada en su habitación acompañada por torres de papeles, y la mayoría de sus noches fuera de casa. Nunca hubo unos buenos días ni buenas noches por parte de la detective Margarita. Muchas veces Serena encontró los dibujos que le dio a su madre achurrados junto al cesto de basura. Serena fue criada casi por completo por su abuela que estaba medio loca, así que supo temprano que tenía que marcharse.
—Abre hermosa, mis manos están llenas—dijo Henry desde el otro lado de la puerta.
Serena se deshizo de los pensamientos de su hogar y fue a abrir la puerta. Henry estaba de pie, con sus cabellos desordenados y las mejillas rojas, balanceando en sus brazos varias bolsas de tiendas y una cajita de terciopelo en sus manos.
—Lamento llegar tan tarde—dijo él, sonriendo arrepentido.
—Que dulce de tu parte cariño—dijo Serena. Tomó la caja y se acercó para un beso rápido que nunca sucedió.
—¡Traje los favoritos de Henry!—repiqueteó Andrea Harrison, la mejor amiga, autoproclamada, de Henry y obstáculo profesional de citas, agitando una bolsa de papel de un restaurante, tras de él.
El rostro de Serena se endureció mientras ambos pasaban junto a ella por la entrada. Ella atrapó a Henry del antebrazo.
—Dijiste que seríamos nosotros dos—siseó Serena.
Henry hundió su cabeza.
—Lo sé, hermosa, pero se sentía sola con San Valentín a la vuelta de la esquina—.
—Ni siquiera estamos a mitad de enero—replicó Serena.
Henry se encogió de hombros.
—Solo por un rato ¿sí?— selló sus palabras con un beso en su mejilla y terminó de entrar.
Serena suspiró y cerró la puerta.
—No te preocupes por la cena—dijo Andrea; hurgando por los cajones de su cocina con atrevida confianza antes de mirar a Serena. —A Henry no le gustan las chuletas de cordero de todos modos—.
Serena levanto su labio superior en desprecio.
—Gracias.
—No hay problema—dijo Andrea con un guiño.
Henry estaba desatento al intercambio, como lo estaba con muchas cosas respecto a Andrea Harisson. Él no tenía idea que Andrea se introducía como su novia cuando ninguno estaba presente. También dudaba de lo que Serena le contó respecto a cómo, en las primeras semanas que empezaron a salir juntos, Andrea la acosó casi todos los días. Y que los toqueteos de ella, que ocurrían casi a cada momento, eran más que de amistad. En ese instante Serena se percató, viéndolos a ambos sentados en la isla de la cocina para comer, que la mano de Andrea se deslizaba por el antebrazo de Henry lentamente.
Serena podría jalar la mano de Andrea, llamarla psicópata y echarla, si veía el rastro más mínimo de apatía en Henry, pero hoy no era ese día.
Serena sopló las velas en la mesa y deseó que ese día llegara pronto.
—¿Y? ¿Qué dijo tu madre?—preguntó Andrea.
“¿En serio? ¿hasta eso sabía?” Serena sacudió su cabeza y se sentó al otro lado de Henry. Se preguntó si Andrea lo presionó hasta darle información o si Henry lo soltó de manera casual.
—Hoy fue un sermón de culpa¾ dijo Henry—. ¡Estás matando a tu padre! ¡Ha hecho todo por ti! ¾ se mofó imitando la voz aguda y nasal de su madre—. Desearía que pudieran escucharse.
—¿Le hablaste sobre el nuevo borrador?—preguntó Serena suavemente.
Andrea se tensó.
—¿Qué borrador?—preguntó.
—Si…—dijo Henry y parpadeó confundido.—¿No te dije?
Andrea miró a Henry con los ojos idos. Serena cubrió su sonrisa con el dorso de su mano.
—¡Ah! ¡Querías terminarlo para yo ser tu primera lectora!—resplandeció Andrea.
Serena se encogió de hombros.
—Yo lo leí ayer. Fue estupendo, lleno de giros inesperados.—Abrazó a Henry por detrás.—Me encantó cariño—Serena susurró en su oreja y la besó sin quitar sus ojos de Andrea; viendo como su rostro se derretía de rabia.
—Aw, hermosa…—dijo Henry.
Ladeó su cabeza para un beso lento, del tipo que chasquea cuando se separan los labios.
—Ambos se ven tan felices. No sé por qué la señora Dawford aún no acepta a alguien como Serena—dijo Andrea.—Tal vez es porque no puede encontrar los hoteles de los Villanueva por ningún lado.
“Mierda.”
Henry frunció el ceño.
—¿No puede?
—Tal vez se olvidó de la tilde en el nombre del hotel—dijo Serena.
La mentira de los hoteles fue la original, la madre de todas las otras las mentiras que alguna vez dijo Serena. Barrió los restos de su familia y su falta de dinero bajo la alfombra y la etiqueto como una de ellos.
Henry asintió.
—Otra excusa para detenerme—.
Serena se encogió de hombros tratando aparentar tranquilidad y compostura frente a Andrea, y que ésta no viera el alivio desmedido que tenía por dentro.
Los ojos de Andrea brillaron.
—¡Tengo una idea! ¿Por qué no vamos a tu pequeña isla Serena? ¿Y nos quedamos en uno de los hoteles? Tenemos vacaciones de todos modos, y me muero por un bronceado—dijo Andrea.
—Y hará que mis padres te dejen en paz¾agregó Henry sonriendo ampliamente.—¡Es perfecto!
—Compraré los boletos ahora mismo—dijo Andrea, sacando su celular de su cartera.
“¡Mierda! ¡mierda! ¡mierda!”
—Ni te molestes. Siempre está lleno de turistas y mosquitos y…—dijo Serena.
—¡Mira! Cada 50 años hay un festival. Dice la leyenda que ese día las sirenas salen de la laguna donde se celebra para acompañar a los invitados. Si lo reservamos ahora, podremos ir—dijo Andrea.
—Déjame ver.
Henry se soltó del agarre de Serena y se asomó por el hombro de Andrea.—¿Sabías esto hermosa?
—Es solo algo para conmemorar nuestra herencia; nada que valga la pena. Mi familia y yo lo evitamos como la plaga—dijo Serena.
—Con más razón hay que ir—dijo Henry.—Así puedo conocer a tus padres.
La sangre de Serena se drenó hasta sus pies.
—Ni siquiera estoy segura de que estén allí, y en serio, no hay nada que no se pueda ver en otra isla. Vayamos a Acapulco o…
—El asiento junto a la ventana, ¿No Henry?—preguntó Andrea.
—Sip—dijo él.
El celular de Serena comenzó a vibrar mientras ellos seguían hablando. Lo sacó apenas para ver la pantalla. “Abuela” leía. Apretó sus labios y un aguijón de irritación se asentó en su estómago. Había ignorado nueve llamadas anteriores a esta. Su abuela era intensa, pero nunca así. Tal vez era algo importante.
—Debo tomarla—murmuró Serena.
Ellos ni siquiera se movieron.
Serena se tragó el impulso de ignorar la llamada y corrió al baño, trancando la puerta tras de sí. Presionó el botón para contestar y colocó el celular en su oreja.
—¿Abuela?—susurró, aunque nadie jamás la escucharía en donde estaba.
—Se fue, mijita—la voz de su abuela en español sonaba como papel siendo achurrado. ¿Estuvo llorando?
Serena frunció el ceño, con una idea de quien se trataba.
—Mamá siempre regresa, abuela. Dios sabe cuándo, pero regresa. No puedes llamarme cada vez que esto pasa. Estaba en medio de una conversación muy importante—dijo Serena.
—Margarita dijo que tenía una prueba esta vez. Algas que solo pueden encontrarse en la laguna encantada, así que tenía que ir. Le rogué que no lo hiciera, era tarde y ellos siempre cazan de noche… tú lo recuerdas ¿cierto?—dijo su abuela.
Serena suspiró. Ya su abuela era muy vieja para estar sola. Últimamente, hablaba sin parar de la antigua leyenda familiar sobre una laguna encantada, sirenas voraces y la desaparición de su tío abuelo, quien resultó ser el primer isleño en desaparecer. Claro que la gente del pueblo lo olvidó, pero su familia era adicta a la idea. En especial su abuela. Además, el tritón que supuestamente vio de niña fue un tronco que su mente infantil transformó para calmarse esa noche.
—Estoy segura de que todo va a estar bien abuela.
—Sus compañeros trajeron su uniforme sangriento anoche, con marcas de colmillos, mijita—dijo su abuela antes de romper en llanto.
Serena se congeló. Su vista se puso borrosa, lo único real era la voz a otro lado del teléfono.
—¿Q-qué?...—dijo Serena.
—Por favor regresa a casa, mijita, por favor…—dijo su abuela.
La mente de Serena se disparó a todos lados, desde las personas afuera de la puerta; hasta una noche en la laguna encantada muchos años atrás que pensó olvidada. Luego la imagen de su abuela tomando el uniforme sangriento en sus manos temblorosas envió un dolor en medio de su estómago.
—…Mierda—dijo Serena.
—No maldigas frente a mí—dijo su abuela.
—¡Reservado!—gritó Andrea desde el otro lado.
Canción de Herencia
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