Canción de Herencia

Serena era buena mintiendo. Perfeccionó el arte mucho antes de obtener la beca en la Universidad Privada Insignia. Los estudiantes allí comían con cubiertos de oro y flotaban con la tranquilidad que el privilegio y montones de dólares tienden a ofrecer. Parecía ser que cualquier cosa que quisieran, simplemente lo tenían. Hasta su idioma, inglés, era rico.

Cuando dio su primer paso en el campus, Serena se vio como una roca en un mar de diamantes, así que tuvo que mentir hasta convertirse en uno. Soñaba con una gran casa en la ciudad, un trabajo apremiante y la obediencia de otros. En fin, todas las cosas que jamás tuvo.

Al juntarse con los estudiantes, construía la perfecta telaraña de mentiras para atraparlos y lograr sus objetivos. Las mentiras leves eran sus favoritas: No puedo ir, no me siento bien. Eres perfecto como eres. El dinero no lo es todo. Las utilizaba todo el tiempo, pues la gente no las cuestionaba.

En cambio, con las más gruesas, Serena tenía que ser más hábil para que nadie encontrara ningún detalle sin sentido o alguno que no podía probar. Esas tenían que ser nítidas, sin agujeros, veloces, como si no tuviera que pensarlas.

Encontrar un grupo de amigos tomó tiempo hasta que conoció a Henry Dawford en clase de literatura británica. Henry era alto, de hombros anchos y extremidades inusualmente largas; su melena de color rojo candente, ojos grandes y rostro ovalado le hacían parecer como un caballo exótico. Todos los días en clases se sentaba junto a ella y coqueteaba como alguien con experiencia. Era encantador, amaba la piel de color miel de Serena y los cumplidos generosos que ella le recitaba.

Pronto empezaron a salir juntos a fiestas lujosas, visitar almacenes caros donde compraban incesantemente y viajes de fin de semana. La manera en que Henry formalizó su relación fue regalándole un apartamento con un balcón en la ciudad después de escucharla quejarse de los dormitorios. Ella jamás volvería a su vida anterior.

—Nunca jamás—murmuró mientras ojeaba su reloj de muñeca. Ella suspiró, desplomándose en la silla del comedor en el apartamento. La cena del chef ya no humeaba y las velas titilaron.

Hoy Henry estaba de compras con su madre lo que significaba problemas. El sueño de Henry era volverse un autor de novelas; inicialmente quiso hacerlo por cuenta propia, pero luego de unas cuantas negativas, aceptó la oferta de su madre y envió su manuscrito a un editor, amigo de ella. Su novela gótica de horror se publicaría en un par de meses, y mientras tanto trabajaba en su segundo libro.

Los padres de Henry pensaron que escribir era solo su pasatiempo, pero en cuanto comenzó a ignorar los asuntos de la familia para pasar horas en su estudio, se preocuparon. Le intentaron sobornar, amenazar y ahora apuntaban sus dedos en dirección a Serena. A pesar de eso, Henry mencionaba sus libros en toda conversación, sin importar el tema, aferrándose a la idea de que sus padres algún día lo aceptarían.

Serena entendió, de cierta manera, el fervor de Henry por ser visto y aceptado por sus padres. Ella siempre quiso lo mismo. La detective Margarita Villanueva, madre de Serena, era la jefa investigadora de numerosas desapariciones en la Isla Colibrí. Pasaba la mayoría de sus días encerrada en su habitación acompañada por torres de papeles, y la mayoría de sus noches fuera de casa. Nunca hubo unos buenos días ni buenas noches por parte de la detective Margarita. Muchas veces Serena encontró los dibujos que le dio a su madre achurrados junto al cesto de basura. Serena fue criada casi por completo por su abuela que estaba medio loca, así que supo temprano que tenía que marcharse.

—Abre hermosa, mis manos están llenas—dijo Henry desde el otro lado de la puerta.

Serena se deshizo de los pensamientos de su hogar y fue a abrir la puerta. Henry estaba de pie, con sus cabellos desordenados y las mejillas rojas, balanceando en sus brazos varias bolsas de tiendas y una cajita de terciopelo en sus manos.

—Lamento llegar tan tarde—dijo él, sonriendo arrepentido. 

—Que dulce de tu parte cariño—dijo Serena. Tomó la caja y se acercó para un beso rápido que nunca sucedió.

—¡Traje los favoritos de Henry!—repiqueteó Andrea Harrison, la mejor amiga, autoproclamada, de Henry y obstáculo profesional de citas, agitando una bolsa de papel de un restaurante, tras de él.

El rostro de Serena se endureció mientras ambos pasaban junto a ella por la entrada. Ella atrapó a Henry del antebrazo.  

—Dijiste que seríamos nosotros dos—siseó Serena.

Henry hundió su cabeza.

—Lo sé, hermosa, pero se sentía sola con San Valentín a la vuelta de la esquina—.

—Ni siquiera estamos a mitad de enero—replicó Serena.

Henry se encogió de hombros.

—Solo por un rato ¿sí?—selló sus palabras con un beso en su mejilla y terminó de entrar.

Serena suspiró y cerró la puerta.

—No te preocupes por la cena—dijo Andrea; hurgando por los cajones de su cocina con atrevida confianza antes de mirar a Serena.—A Henry no le gustan las chuletas de cordero de todos modos—.

Serena levanto su labio superior en desprecio.

—Gracias.

—No hay problema—dijo Andrea con un guiño.

Henry estaba desatento al intercambio, como lo estaba con muchas cosas respecto a Andrea Harisson. Él no tenía idea que Andrea se introducía como su novia cuando ninguno estaba presente. También dudaba de lo que Serena le contó respecto a cómo, en las primeras semanas que empezaron a salir juntos, Andrea la acosó casi todos los días. Y que los toqueteos de ella, que ocurrían casi a cada momento, eran más que de amistad.  En ese instante Serena se percató, viéndolos a ambos sentados en la isla de la cocina para comer, que la mano de Andrea se deslizaba por el antebrazo de Henry lentamente.

Serena podría jalar la mano de Andrea, llamarla psicópata y echarla, si veía el rastro más mínimo de apatía en Henry, pero hoy no era ese día.

Serena sopló las velas en la mesa y deseó que ese día llegara pronto.

—¿Y? ¿Qué dijo tu madre?—preguntó Andrea.

“¿En serio? ¿hasta eso sabía? Serena sacudió su cabeza y se sentó al otro lado de Henry. Se preguntó si Andrea lo presionó hasta darle información o si Henry lo soltó de manera casual.

—Hoy fue un sermón de culpa—dijo Henry—. ¡Estás matando a tu padre! ¡Ha hecho todo por ti!—se mofó imitando la voz aguda y nasal de su madre—. Desearía que pudieran escucharse.

—¿Le hablaste sobre el nuevo borrador?—preguntó Serena suavemente.

Andrea se tensó.

—¿Qué borrador?—preguntó.

—Si…—dijo Henry y parpadeó confundido.—¿No te dije?

Andrea miró a Henry con los ojos idos. Serena cubrió su sonrisa con el dorso de su mano.

—¡Ah! ¡Querías terminarlo para yo ser tu primera lectora!—resplandeció Andrea.

Serena se encogió de hombros.

—Yo lo leí ayer. Fue estupendo, lleno de giros inesperados.—Abrazó a Henry por detrás.—Me encantó cariño—Serena susurró en su oreja y la besó sin quitar sus ojos de Andrea; viendo como su rostro se derretía de rabia.

—Aw, hermosa…—dijo Henry.

Ladeó su cabeza para un beso lento, del tipo que chasquea cuando se separan los labios.

—Ambos se ven tan felices. No sé por qué la señora Dawford aún no acepta a alguien como Serena—dijo Andrea.—Tal vez es porque no puede encontrar los hoteles de los Villanueva por ningún lado.

Mierda.”

Henry frunció el ceño.

—¿No puede?

—Tal vez se olvidó de la tilde en el nombre del hotel—dijo Serena.

La mentira de los hoteles fue la original, la madre de todas las otras las mentiras que alguna vez dijo Serena. Barrió los restos de su familia y su falta de dinero bajo la alfombra y la etiqueto como una de ellos.  

Henry asintió.

—Otra excusa para detenerme—.

Serena se encogió de hombros tratando aparentar tranquilidad y compostura frente a Andrea, y que ésta no viera el alivio desmedido que tenía por dentro.

Los ojos de Andrea brillaron.

—¡Tengo una idea! ¿Por qué no vamos a tu pequeña isla Serena? ¿Y nos quedamos en uno de los hoteles? Tenemos vacaciones de todos modos, y me muero por un bronceado—dijo Andrea.

—Y hará que mis padres te dejen en paz—agregó Henry sonriendo ampliamente.—¡Es perfecto!

—Compraré los boletos ahora mismo—dijo Andrea, sacando su celular de su cartera.

“¡Mierda! ¡mierda! ¡mierda!”

Ni te molestes. Siempre está lleno de turistas y mosquitos y…—dijo Serena.

—¡Mira! Cada 50 años hay un festival. Dice la leyenda que ese día las sirenas salen de la laguna donde se celebra para acompañar a los invitados. Si lo reservamos ahora, podremos ir—dijo Andrea.

—Déjame ver.

Henry se soltó del agarre de Serena y se asomó por el hombro de Andrea.  

—¿Sabías esto hermosa?

—Es solo algo para conmemorar nuestra herencia; nada que valga la pena. Mi familia y yo lo evitamos como la plaga—dijo Serena.

—Con más razón hay que ir—dijo Henry.—Así puedo conocer a tus padres.

La sangre de Serena se drenó hasta sus pies.

—Ni siquiera estoy segura de que estén allí, y en serio, no hay nada que no se pueda ver en otra isla. Vayamos a Acapulco o…

—El asiento junto a la ventana, ¿No Henry?—preguntó Andrea.

—Sip—dijo él.

El celular de Serena comenzó a vibrar mientras ellos seguían hablando. Lo sacó apenas para ver la pantalla. “Abuela” leía. Apretó sus labios y un aguijón de irritación se asentó en su estómago. Había ignorado nueve llamadas anteriores a esta. Su abuela era intensa, pero nunca así. Tal vez era algo importante.

—Debo tomarla—murmuró Serena.

Ellos ni siquiera se movieron.

Serena se tragó el impulso de ignorar la llamada y corrió al baño, trancando la puerta tras de sí. Presionó el botón para contestar y colocó el celular en su oreja.

—¿Abuela?—susurró, aunque nadie jamás la escucharía en donde estaba.

—Se fue, mijita—la voz de su abuela en español sonaba como papel siendo achurrado. ¿Estuvo llorando?

Serena frunció el ceño, con una idea de quien se trataba.

—Mamá siempre regresa, abuela. Dios sabe cuándo, pero regresa. No puedes llamarme cada vez que esto pasa. Estaba en medio de una conversación muy importante—dijo Serena.

—Margarita dijo que tenía una prueba esta vez. Algas que solo pueden encontrarse en la laguna encantada, así que tenía que ir. Le rogué que no lo hiciera, era tarde y ellos siempre cazan de noche… tú lo recuerdas ¿cierto?—dijo su abuela.

Serena suspiró. Ya su abuela era muy vieja para estar sola. Últimamente, hablaba sin parar de la antigua leyenda familiar sobre una laguna encantada, sirenas voraces y la desaparición de su tío abuelo, quien resultó ser el primer isleño en desaparecer. Claro que la gente del pueblo lo olvidó, pero su familia era adicta a la idea. En especial su abuela. Además, el tritón que supuestamente vio de niña fue un tronco que su mente infantil transformó para calmarse esa noche.

—Estoy segura de que todo va a estar bien abuela.

—Sus compañeros trajeron su uniforme sangriento anoche, con marcas de colmillos, mijita—dijo su abuela antes de romper en llanto.

Serena se congeló. Su vista se puso borrosa, lo único real era la voz a otro lado del teléfono.

—¿Q-qué?...—dijo Serena.

—Por favor regresa a casa, mijita, por favor…—dijo su abuela.

La mente de Serena se disparó a todos lados, desde las personas afuera de la puerta; hasta una noche en la laguna encantada muchos años atrás que pensó olvidada. Luego la imagen de su abuela tomando el uniforme sangriento en sus manos temblorosas envió un dolor en medio de su estómago.

—…Mierda—dijo Serena.

—No maldigas frente a mí—dijo su abuela.

—¡Reservado!—gritó Andrea desde el otro lado.

***

Paraíso estaba a seis horas en vuelo directo. Al mediodía, tomaron un bote en Puerto Sardina y llegaron a Isla Colibrí a las dos en punto. Los rayos solares derramaron sobre sus espaldas descubiertas. Los rostros de Henry y Andrea estaban colorados y brillaban con sudor. Abanicar el calor solo los cansaba más. No ayudaba que la isla se desbordara con gente y que no hubiera limosina privada para recogerlos a ellos y a su millón de maletas.

Ciertamente no ayudaba tampoco que todos los hoteles no tuvieran espacio y a Serena se le escaseaban las excusas. Las pequeñas, anticuadas casas con techos de zinc y saturadas de diferentes tonos de colores quemados fueron una distracción momentánea que solo duro unos minutos.

Andrea estaba sentada sobre una de sus maletas de Luis Vuitton, de brazos cruzados, mientras Henry caminaba de un lado a otro alzando su celular, buscando señal. Se detuvo frente a Serena.

—¿Dónde diablos esta nuestro carro?—refunfuñó.—¡Hemos estado aquí una hora!

—No lo sé. Trataré de llamar de nuevo—dijo Serena torpemente presionando su celular.

—Tengo mucha sed…y todos nos están viendo—se quejó Andrea.—Tus padres sabían que vendríamos ¿verdad?

Serena asintió; sus dedos temblaron mientras pensaba en un hotel, cualquier hotel al que no había llamado todavía.

—¡¿Por qué no están aquí?!—dijo Andrea.

—Cierra la boca—escupió Serena.

—¿Entonces que sucede?—preguntó Henry.

Serena solo pudo abrir y cerrar su boca como un pez fuera del agua. Su suministro de mentiras finalmente se acabó. Trató de pensar y nada surgía de su mente lodosa.

—H-henry, y-yo…yo solo…

—¿Villanueva?

Tres policías aparecieron frente a ellos, equipados con sus uniformes azul marino y sus botas de combate negras.

Henry apegó a Serena hacia él y sonrió.

—¿Hay algún problema oficial?—dijo en inglés.

Los policías intercambiaron miradas entre si, hasta que el más joven replicó en un inglés roto:  

—Doña Villanueva estaba en las calles acosando gente como siempre. Tirando agua bendita y pregonando, advirtiéndoles a todos sobre el festival de esta noche. La tenemos retenida en la estación—dijo.

“Mierda, mierda, mierda…”

Henry lentamente se giró para mirar de frente a Serena.

—¿Cómo siempre?

Las palabras tropezaron una tras otra en la mente de Serena, creando caos dentro de su cabeza hasta que solo hubo escándalo.

—Si, los Villanueva, familia loca de las sirenas con su pequeña tienda en la esquina—dijo el oficial.

Henry palideció y apretó sus puños.

Andrea rio en voz baja.

—Esto no puede ser cierto. Son los Villanueva dueños de los hoteles—dijo Henry.

Los policías se mofaron.

—No hay hoteles de Villanueva, solo la tienda—dijo el oficial.

—H-henry yo…—dijo Serena.

Todo se derrumbaba frente a ella. Se aferró al brazo de Henry y él se la sacudió antes de alejarse.

—¡Henry espera!

Él se detuvo, regresó a zancadas, y apuntó un dedo acusatorio justo debajo de la barbilla de Serena.

—Cuando nos conocimos te dije cuál eran el tipo de personas que más odiaba ¡¿Cuáles eran?! ¡¿Hm?!

—…los mentirosos—susurró Serena.

—Mentirosos—espetó y se marchó desapareciendo en la multitud, olvidando completamente sus maletas.

—Que mal…—dijo Andrea encogiéndose de hombros antes de salir tras Henry.  

—Señorita Villanueva… ¿Viene?

Serena observó atontada el espacio vacío, sin poder asegurarse de que todo eso fue real, de que todo verdaderamente se acabó.

***

La estación policiaca de Isla Colibrí era un pequeño cuadrado blancuzco con su insignia corroída por la humedad y el aire marino. Un abanico encendido en el techo se tambaleaba peligrosamente y chasqueaba mientras daba vueltas; los pisos estaban polvosos y todo el lugar olía a sudor. Las paredes tenían carteles nublados de personas desaparecidas. Los más viejos estaban arrugados y sucios. Sin embargo, la fotografía de su madre estaba fresca y resaltaba entre todos, y miraba a Serena sin parpadear.

“Aún mantienen la esperanza por su capitán.” Su madre estaba en el poster, pero no pudo reconocer a la mujer con ojeras y cabello marrón oscuro desordenado. Fue tanto el tiempo sin hablar con ella que, ahora observándola, se percató de que ya no recordaba el sonido de su voz. Verla fue como si su alma estuviera al borde de un colapso o de congelarse con indiferencia, sin poderse decidir.

—Allá—señalo uno de los guardias en español sacándola de su estupor.

—Mijita, gracias a Dios—dijo su abuela al verla.

Su abuela estaba sentada y esposada de la muñeca a una silla. Sus ojos estaban brillosos y sus salvajes rulos saltaban de la trenza inmaculada que solía usar. Le faltaba una chancleta, y su vestido de amarillo pálido y pequeñas violetas estaba sucio. Una crucecita de plata colgaba de su cuello, escondida como un secreto dentro de su vestido.

Serena se aproximó a ella y la abrazó de la manera en que lo haría con algo frágil. Su abuela se aferró con su brazo libre a Serena y gimoteos acallados, sacudieron su cuerpo.

—¿No la metieron en una celda?—Serena preguntó en español a quienquiera que le contestase.

—Es la madre de la capitana Margarita…todos conocemos a doña Clara aquí—dijo uno de los guardias más viejos.—Pensamos que la recogerías y la llevarías a casa.

Serena asintió. El guardia respondió con un asentimiento propio y le quitó las esposas a su abuela antes de marcharse.

Ésta se enderezó, limpio sus lágrimas y se arregló las solapas.

—Te ves enferma mijita; ¿Qué te pasó?—le preguntó.

Algo se quebró dentro de Serena.

—Abuela, gracias a ti, fui humillada frente a mi novio, quien rompió conmigo en medio de la calle. Puede que no tenga una casa o dinero para comprar un tiquete de regreso. ¡Todo porque tuviste que tirarle agua a la gente, como en los malditos carnavales!—le gritó Serena; segura de que la gente la miraba, pero no le importó.

Su abuela entrecerró sus ojos y se cruzó de brazos y la niña interior en Serena se encogió.

—He de darte un correazo cuando lleguemos a casa para recordarte de dónde vienes—siseo su abuela.

Serena apretó sus labios y desvió la mirada.

—¿Ese novio tuyo sabe de la desaparición de tu madre?—preguntó su abuela—¿Qué no puedes pagar la universidad? O ¿Qué nuestro destino está enredado con monstruos?

Serena bufó.

—De nuevo esto…

—Siempre has sido una buena cuentista mijita, pero no puedo evitar preguntarme si tu determinación por esconder la verdad te ha cegado permanentemente de ella. Lo que digo es real, que me parta un rayo si miento—dijo su abuela.

—¿Qué tanto tiempo ha sido abuela? ¿Años sin ninguna evidencia de sirenas?—preguntó Serena.

—A tu tío abuelo Nicolás se lo llevaron las sirenas—replicó su abuela.

—Tío abuelo Nicolás era un borracho ignorante que decidió irse a nadar un Viernes Santo y se ahogó…—

Sus palabras fueron cortadas cuando la fuerza del impacto se asentó en la mejilla de Serena, y pronto le empezó a arder. Serena presionó la piel y lentamente ladeo su cabeza hacia su abuela quien la miraba con ojos llameantes. Serena supo que interrumpir solo alimentaria las llamas por más que quisiera llevarle la contraria.

—Nicolás fue mi hermano y un gran poeta. Él es la razón de por qué saliste tan creativa—dijo su abuela.—Desde que desapareció, más y más personas le siguieron sin explicación, pero tu madre descubrió el patrón hace unos días. Se dio cuenta de que las sirenas se llevan gente con sangre específica. Primero, Rosario, la pintora, luego Mario, el escultor, Ester, la escritora, todos tenían algo en común—dijo su abuela.

Serena esperó a que continuara.

—Ellos creaban cosas. Hay magia en la creatividad, y por ello la carne de los creativos les da más poder—dijo su abuela.

Serena chasqueó sus labios

—¿Y mi madre detective?

Su abuela retorció la falda de su vestido y titubeó. Luego se inclinó a Serena.

—He estado teniendo estos sueños…de una ciudad de plata bajo el mar y desde la oscuridad de una de sus cuevas vi dos ojos amarillos…yo…yo no puedo explicarlo, pero lo supe¾ su abuela tragó antes de añadir,—Yo estoy segura de que era tu tío abuelo. Lo sentí en mis huesos…y sus hijos van a venir por ti y por mi para tener la familia unida de nuevo.

Serena observó a su abuela por un largo rato. Debía darle crédito. Serena pensó que a un cuento tan desgastado no podría adicionársele algo nuevo, pero hoy fue corregida. Era la primera vez que escuchaba algo de una ciudad de plata.

—Por eso es que no puedes ir al festival esta noche—concluyó su abuela.

Serena parpadeó; se olvidó de eso por completo.

—Asumo que por eso trajiste a tu noviecito aquí. Apuesto a que te presionó hasta que te doblegaste—dijo su abuela.

Una chispa de esperanza brilló dentro de Serena. Henry iría al festival; Andrea lo arrastraría allí. Serena entonces podría explicarse en ese lugar, buscar una mejor excusa; y luego regresarían a casa y olvidarían todo lo sucedido.

—No voy a ir. Él quería un tour de la ciudad en vez de eso—dijo Serena, consiente que su abuela no aceptaría un si por respuesta de todos modos.

Su abuela enjauló las manos de Serena en la suyas.

—Júrame por tu madre que no irás—dijo su abuela.

—Te juro por mi madre que no iré—dijo Serena.

Luego se acordó que debía de haber frascos de Melatonina por algún lugar en la casa de su abuela y que le serían muy útiles.

*****

Resulto ser que las píldoras de su madre estaban en la mesa de noche. Serena colocó las suficientes en la sopa de su abuela para ponerla a dormir, antes del atardecer. A pesar de usar ropa vieja, Serena se aseguró de verse lo mejor posible. Mientras caminaba en las calles practicó lo que iba a decir, pero su cerebro solo producía mentiras demasiado grandes. Aunque podrían explicar lo que sucedía, eran tan increíbles, que Henry tendría que estar borracho para creerlas.

Era poco característico de ella estar tan nerviosa; pero era porque antes no tenía nada que perder. Henry la echaría del apartamento y Andrea cantaría lo sucedido como un canario a todos en la universidad. Sería marginada totalmente.

Serena llegó al borde de la jungla. Un grupo de turistas y locales comenzaban a entrar a la boca abierta del bosque. Henry y Andrea caminaban en la cola.

—¡Henry!—dijo Serena.

Henry tomo a Andrea del antebrazo y apresuró su paso.

Serena suspiró y siguió tras ellos en silencio. Si continuaba insistiendo, se iba a ver desesperada, lo que se interpretaría como culpabilidad. Tal vez en otro momento, mejor aún si Henry estaba contento, convendría insistir.

El grupo fue guiado en el bosque por hombres bronceados con linternas. El sonido de sus pasos se mezcló con los de las creaturas nocturnas de Isla Colibrí. Bajaron escaleras de piedra resbalosas e irregulares y siguieron un pequeño camino que llevaba a la laguna junto a la playa. El aliento del bosque hizo sudar hasta los nativos, y el aire puro de la laguna fue una caricia bienvenida.

El borde de la laguna estaba adornado con guirnaldas, flores, luces, antorchas y un estéreo que disparaba canciones de Héctor Lavoe fuertemente, retando a los nativos a mantenerse quietos. Heladeras estaban esparcidas por aquí y por allá con botellas de cerveza, jugos y otras delicias alcohólicas de Paraíso que perspiraban bajo el calor.

Como al mediodía, el borde de la laguna estaba llena de una mezcla de gente. El sonido de la naturaleza fue devorado por el de la música y las conversaciones en voz alta. Serena imaginó muchas veces como sería esta celebración, y estaba aliviada de ver que era como cualquier otra fiesta en el pueblo. El agua antinaturalmente resplandeciente de la laguna era la única cosa fuera de lugar, pero a nadie parecía importarle. “Henry y yo hubiéramos tenido una linda cita aquí.” En vez de eso, estaba parada sola golpeando su pie contra el suelo al ritmo de la música, mientras que otras parejas se juntaban.

Serena quedó tan perdida en esta nueva vulnerabilidad que se olvidó de vigilar a Henry. Era una buena oportunidad para pedirle un baile y poder conversar con él. Serena alargo su cuello buscándolo, y lo encontró bailando hurañamente con una Andrea contenta, entre un grupo de cuerpos fluidos.

Andrea se percató de ella y rápidamente se adentró más a la multitud con Henry. Perseguirlos solo crearía una conmoción, y con el espectáculo que hizo su abuela esta mañana, Serena no quería ese tipo de atención.

“Maldición.”

Serena hundió una mano en el hielo de la heladera y sacó una cerveza fría, la abrió y tomo un trago. Ojos parecían seguir cada uno de sus movimientos. Era de esperarse; los isleños estaban sorprendidos de verla allí. Después de todo, los Villanueva eran los únicos que aborrecían esta celebración y activamente trataban de arruinarla. Si tan solo hubiera nacido con otro nombre, muy lejos de aquí, tal vez todo fuera diferente. Deseaba poder irse y empezar de nuevo.

Henry apareció en su vista; la piel de sus mejillas y nariz estaba coloreada de un rojo enojado y empezaba a pelarse. Los mismos mechones rojizos que ella amaba arreglar estaban pegados a su frente sudorosa y ahora sonreía junto a Andrea.

Serena tomó otro trago. ¿Pudo ser diferente si ella hubiese sido honesta desde un principio? ¿La hubiese introducido sin pena como su novia en las fiestas?

“No te ablandes por un hombre,” hubiera dicho su madre.

Serena bufó.

—Al infierno con mi madre¾murmuró y tomó otro trago de cerveza.—Es muy tarde para sus consejos.

Serena emitió una risa seca y arenosa contra el cuello de la botella.

Un cosquilleo se esparció en los dedos de sus pies, seguidos de una extraña sensación de peligro; miró alrededor buscándolo, pero la escena era igual que antes. Una bandada de pájaros aterrorizados salió volando del bosque. “Algo grande debió aparecerse.” Serena se encogió de hombros y decidió que la cerveza era más fuerte de lo anticipado.

Extraños hombres y mujeres emergieron del follaje, sorprendiendo a Serena. Se deslizaron entre la multitud y se esparcieron. El aire a su alrededor cambió y la gente se sumió en un silencio. La música fue lo único que quedó sonando.

Los recién llegados eran variaciones de la misma persona. Algunos eran grandes y fuertes y utilizaban ropa demasiado pequeña; otros eran pequeños y gráciles, vestidos en harapos. Pero todos eran de piel oscura que bajos las luces brillaban multicolores, sus ojos eran de un amarillo intenso y su cabello era de un blanco platinado como hilos de luna. No hablaron; solo tomaron a quien estuviera cerca y se mecieron, sin ningún ritmo en particular.

Una chica de cabellos blancos y largos se deslizó entre Henry y Andrea; capturó la cabeza de Henry entre sus manos, mientras que su contraparte masculina hacia lo mismo con Andrea. Ambos comenzaron a mecerse como los otros, con las bocas semi abiertas y sin parpadear, cual títeres.

Serena observó a la mujer y una rara sensación de familiaridad emanó de ésta. “Se parece a la pintora esa ¿Cómo es que se llamaba?”

¿Rosario?—susurró Serena.

Los ojos amarillentos de la mujer se dispararon en su dirección. Un temblor recorrió su espalda. Serena dejó la botella en algún lugar; la escuchó romperse, pero no le importó. Necesitaba salir de allí rápido. Una mano fría y pegajosa rozó su antebrazo deteniéndola.

El recién llegado llevaba unos shorts y le hacían falta zapatos; pero su rostro era angular, sus labios curvos en una sonrisa amplia y ladina y sus ojos amarillos taciturnos brillaban como si guardaran un secreto; ojos que por algún motivo Serena recordaba.  

—¿Por qué el apuro?—le preguntó en español.

Su voz resonó en Serena y la hizo vibrar como una campana. Se le pusieron los pelos de punta y su mente se nubló con lentitud. Ella conocía también esa voz…

Su otra mano se deslizó serpentina por su cintura, jalándola hacia él, y se mecieron, él, enorme en comparación a ella. Su toque cosquilleaba. Serena se hundió en sus ojos amarillos y todo lo demás dejo de tener importancia.

—¿Quién eres?—susurró ella.

Él cerró y abrió sus parpados como esperando la pregunta desde hace mucho tiempo.

—¿Te olvidaste de nuestra promesa?—dijo él.

Las piernas de Serena temblaron mientras trataba de encontrarle sentido a sus palabras en medio de la neblina que producía su voz.

—¿Q-qué?—dijo ella.  

—Eras una niña en ese entonces, pequeña dos piernas, asustada y temblorosa al borde de la laguna, mientras que tu madre iba tras el rastro de mi gente. Nuestra gente…—dijo, miel goteando de cada sílaba.   

—Eso…—dijo ella. 

Viejas imágenes aparecieron en su mente, el calor, la oscuridad del bosque, los chasquidos y silbidos de una creatura de las profundidades, unos ojos amarillentos asomados desde el agua, una canción en un lenguaje que no conocía…

—…Eso era real—dijo Serena, sus ojos agrandándose, mirando al extraño como por primera vez.

La nueva claridad en su mente logró que la urgencia de la situación resucitara. Las alarmas dentro de ella se escucharon más fuerte.

—D-déjame ir por fav…

El extraño colocó un dedo sobre sus labios.

—Tu prometiste que serías alguien importante, en un país lejos de esta isla y que jamás volverías. Ese era tu lado del trato; pero aquí estas, en el mismo lugar, atrapada—dijo él.

Una punzada atravesó su pecho. Serena abrió su boca, pero nada salió de su garganta. Sus brazos eran de hierro y no importa cuanto empujara, estaba ciertamente atrapada.

—Entonces, supongo que debo cumplir mi lado del trato…—susurró él en su oreja y su cuerpo se sacudió de nuevo.

Serena buscó a Henry y lo encontró colgando de los brazos de su compañera, ojos en blanco, mientras que la mujer arrancaba pedazos de carne de su cuello con la boca.

El resto de las personas corrían mientras que otros, como Henry, eran devorados.

El aire quemaba dentro de los pulmones de Serena mientras que gimoteos escapaban de su boca reseca. Si hubiera sabido que esto era verdad; si tan solo se hubiera quedado en casa…Ahora daría lo que fuera por volver al hogar que llegó a despreciar. Lágrimas se amontonaron en sus ojos. Y su pobre abuela…

—Shh—dijo él.—No temas…el miedo solo me pone más hambriento y no quiero comerte. No, tú y yo hicimos un trato y una promesa entre creaturas del mar es eterna.

—¡Por favor! ¡por favor suéltame!—dijo ella.

—Lo siento pequeña dos piernas, pero tu tío abuelo esta impaciente por verte y yo seré quien te lleve a él.¾ Él estrechó a Serena en un abrazo y saltó con ella a la laguna.

Serena se hundió. La luz se hizo borrosa, las profundidades le daban la bienvenida con brazos abiertos consumiéndola lentamente. Ella deseó haberse podido despedir de su abuela.

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